No pocas veces, Dios castigó visiblemente a los perseguidores de la Iglesia. En su libro De Mortem Persecutorum, el apologista Lactancio nos da testimonio de cómo murieron los grandes perseguidores.
Nerón condenado a morir a puros azotes, y decapitado, en virtud de una sentencia del senado, resuelve matarse cuando vienen a prenderle.
Decio pereció en un pantano, combatiendo contra los Godos.
Valeriano quien pretendió la destrucción del Cristianismo con la muerte de los obispos y demás ministros fue vencido y hecho prisionero por Sapor rey de Persia; acabaron desollándolo vivo, según la bárbara costumbre persa y colgaron la piel del desgraciado, teñida de rojo en uno de sus templos.
Maximiliano en la gran persecución de Diocleciano, apresado por un intento de asesinato a la persona de Constantino, se ahorcó en su prisión.
Dioclesiano, obligado a abdicar, se dejó morir de hambre.
Galerio, el principal autor de la décima persecución, murió con el cuerpo devorado por gusanos, después de un año de atroces sufrimientos.