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HISTORIA DE LA IGLESIA


4 CAPITULO IV: CARLOMAGNO


4.1 CarloMagno - Parte 1


En Occidente subsistía, mas o menos consciente, una añoranza del imperio que encontró un fiel intérprete en Carlomagno. Los papas, solicitando varias veces sus servicios, hicieron de catalizadores de este sentimiento.

El día de Navidad del año 800, Carlomagno fue coronado en Roma emperador por León III en la iglesia de San Pedro, abarrotada de fieles. Terminada la ceremonia, el papa se arrodilló ante el nuevo emperador mientras el pueblo gritaba: "Vida y victoria para Carlos Augusto piadosísimo, coronado por Dios, Emperador magno y pacífico". Por unas horas el pueblo romano creyó ver reaparecido a alguno de los antepasados emperadores. Incluso se organizó un improvisado senado que saludó a Carlomagno con los títulos de "Imperator" y "Augustus".

Puesto a "hacer de emperador", Carlomagno, ¿a qué tipo de emperador debía parecerse sino al de emperador cristiano, a lo Constantino o a lo teodosio? Y así fue como, igual que ellos, sintió de repente afición a la teología. Intentó justificar su coronación proponiendo casarse con la emperatriz de Bizancio, Irene; pero en Bizancio le tenían por usurpador, aunque no se habían afectado mucho por su coronación.

La iglesia bizantina no había dejado de tomar nota de todos estos acontecimientos; el resentimiento hacia Roma iba en aumento. Bizancio, ante la coronación de Carlomagno como emperador de occidente, recordó a todos que a partir de Constantino, el imperio romano no tenia otra capital que Constantinopla y que aquí se encontraba el único y legítimo emperador. Por su parte los emperadores bizantinos habían continuado teniendo a su alrededor una multitud de dignatarios eclesiásticos que obraban como auténticos funcionarios imperiales. Fuertemente organizada y jerarquizada, la iglesia bizantina era toda de una pieza, que podía ser movida a su gusto por el emperador. 

Pero había una excepción que resultaba molesta: los monasterios, donde, precisamente, se veneraban los iconos o imágenes de los santos y donde, como en occidente, se tenía una gran estima por las reliquias de los mismos. Como en un amplio sector del episcopado existía una opinión contraria, que hasta afirmaba que el culto a los santos era herético, por idolátrico, el emperador león III el Isáurico había aprovechado la ocasión para destruir los iconos. En realidad, lo que pretendía era suprimir la independencia de los monjes y sujetarlos a los obispos y así someterlos a su poder imperial más directo. Condenada su doctrina, en desquite, el emperador había invadido el sur de Italia y amenazado Roma, con lo que motivó la intervención, ya mencionada, de Pipino.