Fiel a su afición a
ser de papa, Carlomagno organizó la iglesia en los
territorios que le estaban sujetos, por cierto de manera acertada. A él se debe la
creación de las diócesis de Tréveris, colonia, Maguncia, Salzburgo,
Paderborn, Munster, etc. Instituyó el mandato de pagar el diezmo a la iglesia para
su sostenimiento.
El
convocaba los concilios y los presidía y hasta indicaba a los
teólogos de la corte los temas a estudiar y a redactar; así lo hizo por lo
menos con los ya citados Libros Carolingios, con lo que, como queda dicho, quizo
enseñar teología al papa Adriano I, que le había enviado las
conclusiones del segundo concilio de Nisea celebrado en el 787, en el cual fueron
condenados los iconoclastas, a los que Carlomagno, por conveniencias políticas,
defendía.
Carlomagno pasó a
ser el arquetipo de emperador que primaría durante
toda la edad media: Una autoridad temporal revestida de un halo sagrado.La
iglesia misma instituyó un ritual especial en su liturgia para la
consagración de los reyes. El cesar y Dios venían a estar tan unidos que
hasta se confundían. En este connubio tan íntimo el emperador tenía
que ser el protector de la iglesia, personificada en el
papa. Los fieles de la iglesia
pasaban a ser, a la vez, fieles del emperador. ¿Quién era superior a quien?
Carlomagno y muchos de sus sucesores fueron superiores, al menos prácticamente, al
papa; pero pronto llegaría el tiempo en que los papeles se invertirían. El
papa sintiéndose fuerte como soberano que era de unos estados temporales, se vio
luego capaz de sobreponerse al emperador.
Aún cuando muerto
Carlomagno la idea del imperio no desapareció, en
realidad ya no volvería a darse. Repartido entre sus nietos, esta
fragmentación trajo el debilitamiento del poder real y, como consecuencia, el auge
del poder de los nobles, los antiguos funcionarios reales.